lunes, 9 de noviembre de 2015

El milagro de Ana Sullivan o cómo nadar a contracorriente





Título original: ‘The miracle worker’
Director: Arthur Penn
País: Estados Unidos
Año: 1962
Duración: 107 minutos
Guión: William Gibson
Fotografía: Ernesto Caparros
Música: Laurence Rosenthal
Género: Drama biográfico



“Antes me formaba yo la idea del día y la noche. ¿Cómo? Verás: Era de día cuando hablaba la gente, era de noche cuando la gente callaba y cantaban los gallos. Ahora no hago las mismas comparaciones. Es de día cuando estamos juntos tú y yo; es de noche cuando nos separamos” [1]

¿Puede definirse la aparición de la comunicación  y del lenguaje en el ser humano como un milagro? Quizá sea esa la cuestión que oteaba por la mente de William Gibson cuando leyó la autobiografía de la activista sordociega Helen Keller y se inspiró en ella para dar vida a ‘The miracle worker’, la obra de teatro que más tarde fue llevada al cine por Arthur Penn cuyo título podría traducirse al castellano como ‘El hacedor de milagros’.

Pero Gibson no cree en los milagros tal y como se entienden de manera cotidiana, porque para él no son hechos asombrosos en los que interviene lo sobrenatural o lo divino, sino que son aquello que aparece de manera repentina cuando casi nadie lo espera; los milagros son lo que nace del esfuerzo y de la lucha diaria cuando no queda otra opción que nadar contra la corriente establecida. Vista desde esta perspectiva, ‘El milagro de Ana Sullivan’ se presenta como una historia de superación de dos mujeres, Helen Keller y Ana Sullivan, pero también de reivindicación: los milagros no nacen sin más, sino que se hacen y se trabajan. Ana Sullivan, una joven con problemas de visión que arrastraba un pasado traumático, trabajó como nadie para dar vida a uno de esos milagros.

La hacedora de milagros

¿Cómo lograr que una persona que sufre sordoceguera desde la infancia adquiera capacidad crítica, independencia y se convierta en activista política y escritora reconocida? ‘El milagro de Ana Sullivan’ pretende arrojar luz a esa incógnita.

Con una fotografía excepcional que recrea, sobre todo durante los primeros minutos de metraje, la soledad comunicativa de su protagonista (interpretada por la joven Patty Duke, ganadora de un Oscar a la Mejor Actriz de Reparto con tan sólo 16 años), ‘El milagro de Ana Sullivan’ deja vivir a sus personajes en la pantalla con el objetivo de mostrar al espectador cómo es posible el cambio, cómo es posible la reinserción de Helen al entorno social del que un día fue expulsada. Así, cada escena, cada instante de largometraje que pasa se transforma en un ladrillo menos en la muralla que separa a la niña sordociega del resto del mundo.

Tras unas primeras escenas en las que se muestra la vida cotidiana de Helen y su relación nefasta y tortuosa con el entorno (una familia de confederados del estado de Alabama en la que no cesa de resonar la palabra ‘compasión’; unos niños de color y mal vestidos que temen la presencia de Helen, dado su comportamiento agresivo; un hermanastro que en más de una ocasión deja claro que enseñar a Helen es como hablar con una pared, etc.), Arthur Penn abre la puerta a la esperanza con la introducción en la historia de Ana Sullivan (Anne Bancroft), una joven que se presenta con gafas de sol y un golpe sordo de maleta que despierta la curiosidad de la pequeña Keller. Es en ese momento cuando comienza a gestarse el milagro de la comunicación.


La necesidad del mediador

El film, ambientado a finales del siglo XIX en el sur de los Estados Unidos, reivindica como pocos la figura del mediador comunicativo, tal y como se entiende en la actualidad. Ana Sullivan no tarda en percatarse de que ni un solo miembro de la familia sabe afrontar el problema de la incomunicación que sufre Helen, es decir, ninguno sabe cómo ejercer de mediador entre la pequeña y todo aquello que le rodea.

Ese desconocimiento por parte de la familia (en ocasiones asocian la discapacidad psíquica con la física, como se aprecia en los primeros minutos de metraje) es lo que provoca la escasa adecuación de los comportamientos de Helen al entorno y momentos concretos. Así, la pequeña Keller golpea a quien no debe cuando quiere y hace lo que se le antoja sin que nadie le explique la existencia de límites ni de normas socialmente aceptadas. Helen desconoce la existencia de las convenciones comunicativas y sociales porque jamás ha negociado significados con nadie ni llegado a ningún tipo de acuerdo.

En este sentido, el mediador comunicativo ha de contribuir a crear ideas adecuadas del mundo en la mente del usuario, ha de convertirse en la persona que le ayude a construir su autonomía personal, y todo ello con el fin de que se adapte de la mejor de las maneras posibles al entorno que le rodea. ¿Cómo logra Ana Sullivan modificar las conductas de Helen y conseguir esos objetivos?


 Mediación como antídoto frente a la soledad

La profesionalidad de Sullivan no sólo viene respaldada en el film por la alta tolerancia al tacto y por el profundo conocimiento y uso de herramientas y técnicas propias de la mediación comunicativa (dactilológico en palma, signado, etc.), sino también por la implementación de otro tipo de conocimientos teóricos y destrezas prácticas en el proceso de ‘reinserción’, como por ejemplo el condicionamiento operante (forma de aprendizaje basada en la asociación de conductas y consecuencias -premios y castigos- con el fin de estimular y favorecer la repetición de conductas deseadas) o el análisis del entorno familiar.

Es precisamente ese análisis del entorno el que obliga a la profesional a tomar la decisión de aislar a Helen con ella. Al fin y al cabo son los Keller quienes la premian cuando no deben y quienes distorsionan y crean un muro de interferencias entre el mundo y ella. Decía Sócrates que quien obra mal lo hace por ignorancia, y en ‘El milagro de Ana Sullivan’ esa idea subyace de una manera magistral con el objetivo de reivindicar la necesidad de conocimientos adecuados y de profesionales que sepan aplicarlos con éxito.

Pero del mismo modo que no existe la perfección humana, tampoco existe la perfección profesional; al tomarse el proceso de enseñanza con Helen como un reto personal, Ana va más allá de una simple relación contractual, se involucra demasiado. La pérdida de nervios y la carencia de autocontrol ante las rabietas y nefastos modales de Helen, unidos a las altas expectativas que ha depositado en la niña, provocan en Ana una crisis significativa: tras una semana de duro trabajo la pequeña sólo ha aprendido a deletrear palabras cuyos significados desconoce, lo que provoca una frustración enorme en Sullivan.

Ana Sullivan lo consiguió; cuando nadie lo esperaba, Helen comprendió el significado de la palabra ‘agua’ en la mítica escena de la fuente. La dicción del término por parte de la niña simboliza el comienzo de la caída de una muralla, la que se erige entre la sordoceguera y el resto del mundo.

A pesar de que Ana Sullivan pasó el resto de sus días junto a Helen Keller ejerciendo como mediadora social y educacional, el film de Penn pretende rendir homenaje al trabajo incansable de un mediador general, de ese profesional que logra que la persona que sufre sordoceguera conozca el mundo y tenga una imagen de él similar a la que tienen aquellos que poseen los cinco sentidos intactos.

‘El milagro de Ana Sullivan’ se presenta al espectador como una maravillosa apología de la comunicación frente a las potenciales barreras que puedan existir, como una historia acerca de lo humano que hay en el lenguaje. Al fin y al cabo, éste es algo más que un conjunto de sonidos, grafías o normas, porque con él se confecciona y se conoce el mundo. No se puede estar más de acuerdo con aquella vieja cita de Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”[2]






[1] Benito Pérez Galdós: Marianela. Cátedra, Madrid, 2003. Pág. 55
[2] Ludwig Wittgenstein: Tractatus Logico-Philosophicus. Gredos, Madrid, 2010. pág. 105